Cultura e identidad son las palabras claves de la actualidad, y de casi todos los análisis que se hacen.
En primer término, la atención se centra en la identidad individual o colectiva, que depende siempre de la otra, relacional. La literatura etnológica, en su diversidad, lo demuestra con creces: la identidad es producto de incesantes negociaciones. Eso, por otra parte, lo sabemos por experiencia directa: cambiamos, evolucionamos, a veces nos enriquecemos y, en cualquier caso, nos transformamos mediante el contacto con los demás. De ahí deriva la preocupación, común a todas las culturas del mundo, por encuadrar ritualmente, lo más posible, las ocasiones más explícitas de contacto entre unas y otras. La identidad fosilizada, estereotipada, no es más que la soledad y, por el contrario, cuanto menos solo estoy, más existo.
En segundo término, se comprueba que el análisis de la lógica y de los mecanismos de "alienación" es una cosa, pero que los procesos por los que se estructura son otra muy diferente. Las culturas vivas son las que aceptan el cambio y el contacto. Al igual que la lengua, modelo de toda organización simbólica, que cambia cuando se la habla y que muere cuando ya no se la habla (en cierto aspecto, muere por que ya no cambia), la cultura, como los individuos, cambian o mueren. Las culturas vivas son conjuntos en movimiento sometidas a las tensiones y presiones de la historia.
En tercer término, ninguna cultura conlleva en sí misma igualdad: cada una instaura dentro de sí jerarquías propias. El respeto de la diferencia y de la diversidad suelen ser mencionados por representantes de "culturas" que no reconocen, en su interior, ese derecho a la diferencia y a la diversidad. Y es legítimo juzgar a las culturas en función de ese derecho. No existe impunidad cultural. Ninguna cultura puede justificar racionalmente el rechazo al universalismo. La fórmula de Sartre, según la cual "cada hombre es todos los hombres" es, para este caso, la referencia última.
En cuarto término, el multiculturalismo, para superar la contradicción entre cultura y universalismo, no debería ser definido como la coexistencia de culturas mónadas decretadas iguales en cuanto a su dignidad, sino como la posibilidad, ofrecida constantemente a los individuos, de atravesar universos culturales diferentes.
La ciudad ateniense no proporciona un modelo, y ni siquiera un ideal, para la sociedad de hoy. Nuestros problemas no son equiparables. Además la ciudad ateniense, por haberse convertido en el curso del siglo II de nuestra era una suerte de capital cultural del imperio romano, no pudo alcanzar la realización completa de un modelo democrático. Pero se propone como un ejemplo de debate permanente y de rechazo a la censura conceptual que, sin duda, debería servirnos de inspiración.
La vida política de hoy, tanto a nivel nacional como a nivel internacional -niveles que resulta cada vez más difícil diferenciar-, está atrapada en conceptos vacíos e intuiciones ciegas que guían nuestros análisis, en vez de ser objetos de ellos. Bajo la influencia del sistema de comunicación que abarca todo el planeta y que parece darle un sentido, nos hemos habituado a consumir las imágenes, las palabras y los mensajes. Así, nos vemos inadvertidamente arrastrados a practicar la "razón retórica" de la que habla Jean-Pierre Vernant, que sólo sirve para justificar la existencia de lo que ocurre. Al hacerlo, tomamos como modelo todo lo peor de la cultura de la inmanencia, el retorno de lo mismo. Pero así renunciamos, por otra parte, a todo lo mejor de la herencia del paganismo en su versión griega, y más precisamente ateniense: la capacidad de introspección intelectual, la actitud de traspasar las fronteras, la vocación de permanecer en la historia sin por eso sacrificarse a las ilusiones de los sistemas.
La cultura como naturaleza: ése es el mayor peligro conceptual (cuyas consecuencias son, sin embargo, trágicamente concretas) al que estamos expuestos hoy, tanto en las obras de los teóricos del "choque de culturas" como en las de los iluminados del proselitismo religioso. Contra las ideologías de la cultura como naturaleza, que dependen todas, más o menos directamente, de una teología de la naturaleza, puede resultar útil recordar que el hombre no puede ser definido en ningún caso como algo de una única pertenencia "cultural"...
Cuando decimos "el hombre", ¿de qué estamos hablando?
En realidad, de tres hombres: del hombre como individuo en toda su diversidad (tú, yo, algunos millares de personas más), del hombre cultural (el que tiene afinidad histórica, geográfica o social con cierto número de otros hombres) y, finalmente, del hombre genérico (el que pisó la luna, el que nos ha traído hasta donde estamos, para bien o para mal, aquel cuya imagen sentimos lastimada cuando se ataca la dignidad de un solo hombre). Pero estos tres hombres son uno solo: el individuo concreto y mortal.
El individuo no existe salvo por medio del conjunto de relaciones que establece con los otros, y es en este sentido cultural, situado en una historia y en un lugar. Pero su historia puede cambiar, y él puede cambiar en consecuencia. Los individuos son numerosos, y cada uno de ellos es "mudable y distinto", como decía Montaigne; la relación de cada individuo con la pluralidad de culturas y con la diversidad de cada cultura puede cambiar mientras no haya muerto. Pero en cualquier sitio donde se encuentre, y quienquiera que sea, sigue siendo un hombre. Y un hombre, por derecho. Los derechos del hombre conciernen a todos y cada uno de los hombres; cada hombre tiene derecho a establecer su propia relación con los otros y con la historia, de construir su propia "esencia" en el sentido existencial del término. El derecho del hombre, en este sentido, es del derecho a la existencia, a la libertad y a la elección.
Así, un nuevo examen de la noción de cultura es indispensable para eludir las trampas intelectuales a las que esa noción sirve de coartada. La rehabilitación del individuo/sujeto es indispensable para fundamentar antropológicamente la defensa de los Derechos del Hombre.
Dos tradiciones intelectuales contrarias, pero que a veces han sabido dialogar, el estructuralismo y el existencialismo, pueden convocarse para ayudarnos a comprender que las culturas son artefactos históricos necesarios, pero que la existencia del hombre genérico es al mismo tiempo el límite de toda hegemonía cultural y el horizonte de cada existencia individual.
Por Marc Augé
Corriere della Sera